"Asalto a otro cielo", el nuevo cuento de Demián Konfino

"Asalto a otro cielo", el nuevo cuento de Demián Konfino

Asalto a otro cielo

La idea le empezó a rondar en la cabeza, a medida que el campeonato avanzaba y las chances seguían intactas. Si el equipo llegaba a la última fecha con vida, volvería al país y diría presente en Rosario. No tenía plan alguno. Eso sí, fe, corazón y voluntad tenía de sobra. Debía esperar algunas semanas más y rogarle al dios en el que no creía que alineara los planetas.

Agustín Raguzzi, alias “Polaco”, había salido al exilio tras una cita cantada en la que habían caído el resto de su célula silvestre de lo que alguna vez había sido la regional sur de la orga. A último momento “Guido”, el responsable, había decidido que él y dos compañeros más se quedaran en la casa operativa hasta veinte minutos después de la hora de la cita. En caso que no ocurrieran novedades debían evacuar.

Los compañeros estaban cayendo como moscas y algo de la cita en la Jockey del centro de la ciudad no cuadraba. La compañera era de confianza pero en ese invierno del 78 hasta el más duro podía quebrarse. Guido, que arrastraba cien batallas y doscientas leyendas, había decidido ir solo. Y a la hora señalada, no había vuelto. El Polaco se dispuso a obedecer pero sus compañeros se negaron. Creyeron que debían esperar un tiempo más. Discutieron. La orden había sido clara y él era un soldado, argumentó el Polaco. Los otros dos consideraron que rajarse era de cagón.

En Uruguaiana se enteró que también ellos habían caído. Apenas quince minutos después de su retirada. Con lo puesto y una mochila de mil kilos de culpa había logrado escapar tras haber hecho ocho trasbordos en direcciones disimiles para que nadie pudiera seguirle el rastro. La aduana de Colón había sido la más brava. El milico supo que el pasaporte era trucho y, en un gesto que lo desconcertó cuando se sabía derrotado, lo dejó pasar, estampó el sello y le deseó buen viaje.

Aunque los compañeros no aconsejaban quedarse en Uruguay, la duda y la necesidad de estar cerca lo convencieron de quedarse. Desde la banda oriental del río, además, lograba mantenerse al tanto de la actualidad sorprendente de su otra pasión, su viejo y querido Quilmes. Radio Chajarí tenía una antena estupenda y podía sintonizarla en cada rincón, en lo extenso de la ribera.

Vivió un tiempito en Paysandú, donde trabajó como carpintero. Cuando la idea de quedarse le empezaba a gustar se mudó para no levantar la perdiz. Se dio cuenta que cuando la gente empezaba a familiarizarse con su cara, comenzaban las preguntas y la coartada se hacía más frágil. En Salto se quedó algunas semanas más, haciendo unos mangos como repositor en un mercadito, hasta que decidió ir, finalmente, para Brasil. La orga tenía compañeros allá y podían darle una mano.

La frontera volvió a ser un desafío. Las dictaduras colaboraban entre sí y se sabía que muchos militantes pasaban por Fray Bentos para llegar a Brasil. La cantidad de milicos era desproporcionada. Otra vez, el azar o los dioses en los que no confiaba lo ayudaron. Cuando estaba por tocarle el turno en la fila, ocurrió un desmayo de una señora que se hallaba dos personas delante suyo. El alboroto concentró al personal y el Polaco aprovechó la distracción para escabullirse y conseguir un sello distraído.

Deambulo algunas semanas más hasta llegar a Uruguaiana y hacer contacto con un matrimonio de exiliados. Albertina y Jorge eran compañeros de La Plata. Estaban instalados hacía un año y prosperaban con un puesto de sánguches de mortadela y queso en la feria. Al menos no pasaban necesidades y no levantaban sospechas. Mantenían esporádicos contactos con otros exiliados y por ellos se enteró lo de la caída de la Jockey.

Octubre comenzaba a acercar los primeros calores, cuando el Polaco comenzó a palpitar su regreso. Pero no a la militancia. La desbandada era una realidad dolorosa. Y aquel anhelado cielo revolucionario no sería asaltado. Al menos en ese tiempo. Quizás muchos años después. Los litros de sangre derramada no albergaban ni siquiera un resquicio para esa esperanza.

Pero había otro cielo por conquistar. El del Metropolitano 78. El campeonato argentino había transcurrido en 36 de sus 40 fechas. Inexplicablemente un equipo sin figuras competía de tú a tú contra el Boca bicampeón de América. El Polaco consiguió un fixture y tuvo una certeza. De seguir así, el campeonato se decidiría en el Gigante de Arroyito, en la última fecha. Debía pensar en el domingo 29 de octubre.

La mejor manera de entrar al país era por la triple frontera de Ciudad del Este, Foz e Iguazú. Albertina y Jorge, tras intentar disuadirlo, le explicaron la posibilidad. En plena época de dólar barato, la “plata dulce” fomentaba la compra de electrodomésticos en los países limítrofes por parte de miles de argentinos que salían en el día, compraban y regresaban. Las teles a color empezaban a hacerse furor y algunos autos volvían con dos o hasta tres cajas. La aduana de Iguazú era un hervidero por lo barato que eran Paraguay y Brasil, en ese orden. Y también por el turismo por las cataratas. En ese marco, si bien había mucha presencia militar, era más sencillo el disfraz.

Realizó un par de trayectos en zigzag, por si acaso y llegó a la zona de frontera el sábado 21. Ocurrido el 22 de octubre, ya no había espacio para la duda. Quilmes había pasado al frente y si le ganaba a Central gritaba campeón, por primera vez en el profesionalismo. Ese domingo, además, para el mundo católico había sido un día único. Juan Pablo II asumía como Papa, entre bendiciones y expectativas. Era el momento.

En el atardecer caluroso de Ciudad del Este, el Polaco, con un reproductor Philco de doble casetera bajo el brazo, se decidió y encaró el primer puesto y el segundo. Con la fe goleadora de Andreuchi. Con la astucia del Indio. Con la seguridad de Bernabé. Con los huevos de Milozzi. Si ellos iban al frente en cualquier cancha por la blanquita, él también tenía que ser capaz de matar o morir por ella. Aunque en su caso fuera en la vida real.

Cruzó sobrado. Casi sin transpirar. Ya en Iguazú se aflojó y pudo exhalar alivio. Sintió que se les daba. Si él había pasado, eran campeones. Deambuló de pueblo en pueblo hasta el siguiente domingo. El Paraná lo recibió con un sol pleno y una invasión de banderas azules y blancas.

El primer abrazo se lo dio a un compañero de la secundaria que lo reconoció, a pesar de su nueva apariencia con raya al costado engominada y bigote prolijo. Eso lo preocupó pero se dejó llevar. El zapatazo de Gáspari para fijar el 3 a 2 y cantar campeón lo arrojó al abrazo de un poli al que, llamativamente, encontró sonriendo. La algarabía y la gloria no le dieron tiempo para pensar en su destino.

La marea que volvía victoriosa al pago lo empujó. Recorrió algunos kilómetros colgado de un camión hacia el sur por la 9. En un embotellamiento eufórico, se desenganchó en un grito: Porque este año de la cerveza, de la cerveza, salió el nuevo campeón. Cuando el tránsito retomaba su marcha y estaba por saltar al acoplado se dio cuenta que no. Que no podía volver. Lo iban a cocinar. Había que desandar el camino y cruzar la frontera.

Fue un minuto de sensatez. El que demoró en derramar la primera lágrima antes de romper en llanto descontrolado. Había acariciado la luna de un cielo impenetrable y sabía que todo lo que quedaba por delante era descenso.

En el fútbol y en la vida. Giró hacia Rosario y empezó a caminar con los ojos cerrados.

Demián Konfino

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