Por Mónica Litza - Diputada Nacional FR-UxP (Avellaneda) - La comunicación no es todo, advierte la autora. Excusas de la política para camuflar falencias propias ante resultados no deseados. La lección porteña
Peor que perder una elección, como la que se celebró el último domingo en la Ciudad de Buenos Aires, es no aprender la lección. Parece un juego de palabras, pero no analizar en profundidad los motivos del resultado es una reacción frecuente que, por lo general, desemboca en nuevas derrotas.
En ese camino, un clásico cuando los resultados no son los esperados es cargar la responsabilidad sobre la campaña o, aún peor, sobre uno de sus instrumentos: el buen o mal uso de las redes sociales. Es un reduccionismo letal que, por algún motivo, se instala entre las reacciones más predecibles e ingenuas.
Desde hace un tiempo y por algún motivo, hemos convertido a las redes en la herramienta casi excluyente de la actividad política. Así como repetimos la falsedad de “gobierna bien, pero se comunica mal” o “gobierna mal, pero comunica bien”, solemos asignar a la comunicación de campaña o directamente a la forma en que utilizamos las redes un rol determinante. Un gran atajo para eludir la responsabilidad política.
Se supone que aprendimos que los likes no son votos y que los RT ejecutados por nuestro ejército de militantes rara vez superan el consumo interno. Sin embargo, nos dejamos llevar por la ilusión de cierta efectividad que luego las urnas no corroboran. Entonces volvemos a caer en la trampa.
La lección de la elección en la Ciudad de Buenos Aires
No exagero si confieso que hay quienes piensan que se pueden mejorar las chances electorales si se mejora el trabajo de los community managers o si existe la posibilidad de contratar a los mejores. La mala noticia es que, aunque parezca increíble, se habló mucho de eso después de las elecciones porteñas. Que el alcance de los mensajes, que la interacción, que las visualizaciones y tantos otros parámetros no fueron satisfactorios.
Claro que la comunicación política es relevante. La política tiene siempre su dimensión comunicacional. Es indisoluble. La comunicación es la forma en que la política se presenta, se da a conocer. Es la que nos permite generar los consensos necesarios para poder gobernar. Sin embargo, no toda comunicación es política. Por eso y sin querer ocupar el rol de los especialistas, desde la política estamos obligados a entender la complejidad del tema en cuestión. No podemos desentendernos, pero mucho menos, reducirlo a una cuestión instrumental.
De nada sirva que contemos con los mejores especialistas en el uso de las distintas plataformas digitales si nuestra estrategia no es la adecuada, si no comprendemos el clima de época, si no se acierta en el clivaje que se pone en juego en cada elección o si el mensaje no está en sintonía. Nada peor que rascar donde no pica, más allá de lo extraordinarias que puedan ser nuestras publicaciones, y, por supuesto, si el candidato no es el adecuado para representarlos de la mejor forma posible.
Valen algunos ejemplos de la reciente elección legislativa de la ciudad de Buenos Aires. En su propósito de nacionalizar la elección, La Libertad Avanza recurrió al “Adorni es Milei”. Claramente buscó plebiscitar la gestión del presidente Javier Milei y su vocero, Manuel Adorni, como candidato, agitó la motosierra para graficar con simpleza, claridad y contundencia que su única propuesta para los porteños era hacer lo mismo que su jefe político a nivel nacional: un duro recorte de gastos.
Por su parte, el ex jefe de Gobierno Horacio Rodríguez Larreta recurrió a una frase para sintetizar su convicción de que la ciudad está mucho peor que cuando él la gobernaba: “Hay olor a pis”. En dirección opuesta a LLA, quiso municipalizar la disputa. Dos mensajes claros con una estrategia identificable.
Analizar el resultado electoral porteño es mucho más complejo, pero me interesa, en esta oportunidad, correr el velo del facilismo con el que nos acostumbrarnos a eludir la responsabilidad política. Por un lado, no reducir la comunicación a la actividad en las redes, pero, sobre todo, despejar ese tema para hacernos cargo de la autocrítica necesaria que nos permita volver a ser una opción de futuro. Es la gran asignatura pendiente desde el peronismo: cómo volvemos a ser una alternativa de futuro.
Siempre corriendo de atrás
Un breve repaso. Cuando al primer Donal Trump le funcionó la ex red social Twitter fuimos todos corriendo a ver la mejor forma de emularlo. Antes había sido Barack Obama con Facebook. Jair Bolsonaro, en Brasil, trabajó con éxito el uso de Whatsapp y provocó el mismo furor. Antes fueron los mensajes de texto, los llamados telefónicos, los correos electrónicos y postales y las campañas bajo puerta. Así, podríamos seguir recorriendo la evolución de los medios y las formas en que la política fue tratando de entender los cambios que provocaron. El uso social siempre se adelanta y asimila los cambios rápidamente. Las prácticas de los adelantos tecnológicos se evidencian en la esfera pública y luego viene la política, que intenta, a fuerza de ensayo y error, no quedar desacoplada.
La excusa, entonces, es la poca destreza para asimilar las nuevas herramientas. Lo clásico y lo nuevo, divididos por cuánto se conoce acerca de la caja de herramientas. Cuando buscamos una explicación para la exitosa carrera electoral de Milei, creímos descubrir que el triunfo se debió a su capacidad para habitar TikTok y dijimos que el secreto estaba en aprender a usar esa red social, a entenderla; gritar, llamar la atención, decir cosas estridentes, ser disruptivos, hablar corto y mostrar imágenes de alto impacto. Pero hay un pequeño detalle: lo que le funciona a un candidato no tiene por qué funcionarle al resto. Por caso, no cualquier panelista llega a presidente.
Otro de los errores habituales sobre los que descargamos la responsabilidad del fracaso electoral es la falta de recursos para que nuestro mensaje, siempre genial, inigualable y representativo de la mejor propuesta, pueda llegar con la potencia necesaria a todo el electorado sobre el que queremos impactar. Es decir, una cuestión de volumen. No nos preguntamos, por caso, si hay oído dispuesto a escuchar lo que queremos decir o, en definitiva, imponer. Sobran los ejemplos de cómo campañas de baja intensidad lograron éxitos impensados.
En síntesis, no se trata de destreza ni de volumen. ¿Son estos, entonces, dos aspectos despreciables, insignificantes? No. Claro que importan, pero sólo si son antecedidos por otros procedimientos mucho más relevantes. Un buen diagnóstico, la estrategia adecuada y el mensaje, creativo, que la traduzca de la mejor forma y con el mayor alcance posible. Un mensaje encarnado, además, por un candidato creíble que reúna los atributos necesarios. Sobre todo, en estos tiempos de la política hiper personalizada y con partidos políticos en crisis.
Columna de opinión publicada en Letra P